El artículo “Controversies about sugars consumption: State of the Science” (Rippe & Marcos, 2016) presenta una revisión crítica sobre uno de los temas más debatidos en nutrición: el consumo de azúcares añadidos y su impacto en la salud humana. Los autores señalan que, a pesar del gran interés científico, existen numerosas controversias derivadas de interpretaciones erróneas, titulares alarmistas y conclusiones simplificadas, que han contribuido a demonizar el azúcar sin un análisis completo del contexto dietético y energético.
Históricamente, la controversia sobre los azúcares se remonta a los años setenta, cuando el investigador John Yudkin publicó su obra Pure, White and Deadly, sugiriendo que el azúcar era un factor clave en el desarrollo de enfermedades cardiovasculares. Décadas después, artículos como el de Bray y Popkin (2004) reforzaron este debate al proponer una correlación temporal entre el aumento en el uso de jarabe de maíz alto en fructosa (HFCS) y las tasas de obesidad en Estados Unidos. Sin embargo, Rippe y Marcos advierten que estas asociaciones no establecen causalidad, y que tales hipótesis fueron ampliadas y distorsionadas por los medios de comunicación.
En el texto se explica que los azúcares añadidos son aquellos incorporados a los alimentos o bebidas durante su procesamiento o preparación, con el fin de mejorar el sabor, la textura o la conservación. A diferencia de los azúcares naturales (como la fructosa de las frutas o la lactosa de la leche), los añadidos incrementan el aporte energético sin ofrecer nutrientes esenciales, por lo que su consumo debe ser regulado y moderado.
El artículo recopila evidencia de múltiples fuentes:
Ensayos clínicos controlados, como los realizados por Rippe y Angelopoulos (2013, 2014), donde se observó que el consumo de bebidas endulzadas con azúcar no generó aumento de peso ni alteraciones metabólicas cuando se mantuvo dentro de una dieta normocalórica.
Estudios poblacionales, como los derivados de la NHANES en Estados Unidos, que mostraron asociaciones entre alto consumo de bebidas azucaradas y mayor ingesta calórica, pero sin demostrar causalidad con enfermedades metabólicas.
Meta-análisis (por ejemplo, Livesey& Taylor, 2008), que concluyeron que la fructosa en dosis moderadas no produce efectos adversos significativos sobre el metabolismo de lípidos ni de glucosa.
Asimismo, los autores incluyen la visión de Sievenpiper et al., quien destaca que la mayoría de los estudios prospectivos y revisiones sistemáticas no demuestran un vínculo consistente entre el consumo de azúcares y un mayor riesgo de obesidad, diabetes o enfermedades cardiovasculares, salvo en contextos de exceso calórico total. También se presentan los hallazgos de MacDonald, quien subraya que los efectos negativos sobre la sensibilidad a la insulina o el metabolismo hepático solo se observan a dosis muy elevadas de fructosa, superiores a las que consume la mayoría de la población.
Por otro lado, Westwater, Fletcher y Ziauddeen abordan la idea de la llamada “adicción al azúcar”, concluyendo que no existen pruebas sólidas en humanos que permitan considerar al azúcar como una sustancia adictiva, y que los comportamientos asociados al consumo excesivo responden más a hábitos alimentarios y contextos psicológicos que a mecanismos neurológicos de adicción.
El artículo también analiza las discrepancias entre las recomendaciones internacionales. Mientras organismos como la OMS, la AHA y el Comité Asesor de Guías Alimentarias de EE. UU. (2015) sugieren reducir el consumo a menos del 10% de la ingesta calórica total, otras instituciones como la EFSA (Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria) y el Instituteof Medicine (IOM) han señalado que no hay evidencia de daño cuando el consumo de azúcares añadidos no supera el 25% de las calorías totales.
Finalmente, Rippe y Marcos subrayan la necesidad de valorar los hábitos alimentarios en su conjunto, recordando que el impacto de los azúcares depende del balance energético, el nivel de actividad física y el patrón dietético global. En síntesis, los autores proponen una visión matizada y equilibrada, en la que los azúcares añadidos no deben ser demonizados, sino moderados y contextualizados, promoviendo una alimentación variada, suficiente y equilibrada, junto con un estilo de vida activo.
Análisis
Desde una perspectiva profesional, el artículo de Rippe y Marcos (2016) resulta sumamente relevante porque invita a reflexionar con profundidad sobre la calidad y el contexto de la evidencia científica que sustenta las recomendaciones nutricionales actuales. Los autores señalan que muchas de las afirmaciones que asocian el consumo de azúcar con enfermedades metabólicas graves no provienen de ensayos clínicos rigurosos, sino de estudios observacionales o correlaciones temporales, los cuales pueden generar conclusiones erróneas si no se interpretan correctamente.
El texto evidencia cómo la comunicación científica y mediática ha contribuido a la demonización del azúcar, generando mensajes alarmistas como “el azúcar es el nuevo tabaco” o “muerte por azúcar”, que carecen de respaldo sólido. Este fenómeno ha llevado a una percepción pública distorsionada, fomentando miedo y confusión alimentaria, en lugar de promover una comprensión informada del rol de los nutrientes dentro de una dieta equilibrada.
Como profesionales de la nutrición, este artículo nos recuerda la importancia de distinguir entre correlación y causalidad, así como de analizar los resultados de cada investigación dentro de su contexto metodológico. En particular, los autores destacan que los efectos negativos del azúcar se observan únicamente cuando existe un exceso calórico sostenido, no por el consumo moderado dentro de una dieta balanceada. Este principio es crucial para diseñar recomendaciones individualizadas y evitar generalizaciones que pueden llevar a restricciones innecesarias.
El análisis del artículo también pone de relieve la necesidad de armonizar las recomendaciones internacionales. Mientras que la OMS y la AHA sugieren límites más estrictos (<10% de la energía total), otras entidades como la EFSA y el Institute of Medicine reconocen que los azúcares añadidos pueden consumirse sin riesgo hasta un 25% de las calorías diarias, siempre que la dieta sea adecuada en micronutrientes. Esto demuestra que aún existe debate científico y que las políticas deben basarse en la totalidad de la evidencia, no en posturas ideológicas o mediáticas.
Asimismo, el artículo enfatiza que el impacto metabólico del azúcar está condicionado por el estilo de vida. Factores como la actividad física, el peso corporal estable y el balance energético pueden modificar la respuesta del organismo ante el consumo de azúcares. Por ello, los autores recomiendan considerar las variables individuales (nivel de ejercicio, gasto energético, contexto dietético) antes de emitir juicios absolutos.
En este sentido, el texto es una invitación a ejercer una nutrición crítica, contextual y basada en evidencia, que vaya más allá de la simple prohibición. En la práctica clínica, esto se traduce en educar al paciente para tomar decisiones informadas, fomentando la moderación, la variedad y la calidad alimentaria, en lugar de promover una visión restrictiva o punitiva. Además, se resalta la necesidad de comunicar con responsabilidad en redes sociales y medios, evitando reproducir mensajes sensacionalistas o extremistas.
Finalmente, los autores coinciden en que la clave no es centrar la atención en un solo nutriente, sino en la totalidad del patrón dietético y del estilo de vida. La obesidad y las enfermedades crónicas no se originan exclusivamente por el consumo de azúcar, sino por una combinación de exceso calórico, sedentarismo, estrés y hábitos alimentarios poco equilibrados. Por ello, el rol del nutriólogo debe orientarse a acompañar, guiar y adaptar las recomendaciones, ofreciendo herramientas prácticas que promuevan hábitos sostenibles y mejoras integrales en la salud.
En conjunto, este artículo reafirma que una nutrición efectiva se construye con evidencia científica, sentido crítico y empatía, recordándonos que la educación alimentaria debe enfocarse en crear conciencia, no miedo.
Conclusión
El artículo de Rippe y Marcos (2016) constituye una valiosa aportación al debate científico sobre los azúcares añadidos, ya que ofrece una mirada crítica, contextual y equilibrada en un campo donde abundan los mensajes simplificados y las posturas extremas. Los autores invitan a reconsiderar la manera en que interpretamos la evidencia, recordando que no todos los estudios tienen el mismo nivel de rigor, y que las asociaciones observadas en algunos casos no implican causalidad. Este enfoque promueve una nutrición basada en la totalidad de la evidencia y no en interpretaciones parciales que puedan conducir a recomendaciones sesgadas.
La visión matizada que propone el artículo destaca que los efectos del azúcar en la salud dependen, en gran medida, del contexto dietético global, del balance energético y de los hábitos de vida. Por tanto, en lugar de demonizar un solo nutriente, el énfasis debe colocarse en la calidad general de la alimentación y en la promoción de un estilo de vida activo y equilibrado. Este principio es especialmente importante en la práctica clínica, donde las recomendaciones deben ser individualizadas, considerando las necesidades energéticas, el nivel de actividad física, las preferencias alimentarias y los objetivos de salud de cada persona.
Asimismo, los autores señalan que la comunicación responsable de la ciencia nutricional es esencial para evitar la desinformación y el miedo alimentario. La proliferación de titulares sensacionalistas y afirmaciones sin respaldo empírico ha contribuido a una percepción distorsionada del azúcar, generando confusión entre la población. Frente a ello, los profesionales de la nutrición tienen el deber ético de traducir la evidencia científica de manera clara, comprensible y contextualizada, guiando a la sociedad hacia una comprensión más realista y constructiva de la alimentación.
Este artículo también pone en relieve la importancia de la educación alimentaria como herramienta preventiva. Más allá de prohibir o restringir, el rol del nutriólogo consiste en formar hábitos sostenibles, fomentar la lectura crítica de etiquetas, enseñar a equilibrar el consumo calórico y promover alimentos densos en nutrientes. De esta manera, el paciente aprende a integrar pequeñas cantidades de azúcares añadidos de forma consciente y armónica dentro de una dieta saludable, sin culpa ni miedo, priorizando siempre la moderación y el bienestar.
En definitiva, la lectura de este trabajo reafirma que la nutrición moderna debe sostenerse sobre tres pilares fundamentales: ciencia, contexto y humanidad. La ciencia proporciona el conocimiento y la evidencia; el contexto permite adaptar las recomendaciones a la realidad de cada persona; y la humanidad recuerda que detrás de cada elección alimentaria hay una historia, una cultura y una emoción.
Por tanto, una nutrición efectiva y ética no se limita a señalar qué evitar, sino que busca empoderar al individuo para tomar decisiones informadas, equilibradas y sostenibles. Así, los profesionales de la salud podemos contribuir verdaderamente a la construcción de una sociedad más consciente, informada y saludable, en la que el azúcar no sea visto como un enemigo, sino como un componente que, en su justa medida, puede convivir dentro de una alimentación completa, variada y equilibrada.
Elaboró: Pasante de prácticas profesionales de la Lic. en Nutrición JACQUELINE RAMIREZ NARANJO
Revisó: LN Laura Carolina Soto Ham.
Bibliografía:
Rippe, J. M., & Marcos, A. (2016). Controversies about sugars consumption: State of the science. European Journal of Nutrition, 55(Suppl 2), S11–S16. Controversies about sugars consumption: state of the science - PubMed


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